Nuestra Carta Magna reconoce el derecho a la protección de la salud y obliga a los poderes públicos a garantizar la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, su seguridad y su salud. Por otra parte, el Libro Blanco sobre Seguridad Alimentaria especifica que los consumidores deberían poder acceder a una amplia gama de productos seguros y de elevada calidad procedentes de los estados miembros.
La FAO definió la seguridad alimentaria como la garantía de que todas las personas tengan en todo momento acceso físico y económico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus necesidades alimentarias y sus preferencias en cuanto a los alimentos a fin de llevar una vida activa y sana. Esta definición implica una doble vertiente del concepto de seguridad: seguridad en el acceso y, por otra, seguridad en la inocuidad de los alimentos.
El control de la inocuidad de los alimentos se ha realizado tradicionalmente sobre puntos intermedios de la cadena alimentaria, en procesos de transformación, pero nunca en el principio o el final de la misma.
Sin embargo, dos graves crisis alimentarias sufridas a finales del pasado siglo, obligaron a un cambio en el concepto de inocuidad alimentaria: la encefalopatía espongiforme bovina o mal de las vacas locas con origen en un pienso contaminado por priones procedentes de animales enfermos, y que tuvo repercusión en la salud humana con la aparición de numerosos casos en Reino Unido; y la presencia de dioxina, compuesto altamente cancerígeno, en piensos con los que se había alimentado a la mayoría de los pollos criados en granjas de Bélgica, y que iban destinados en gran parte a la exportación por toda la UE.
La confianza del consumidor se vio dañada, provocando una mayor sensibilización que hizo necesaria la ampliación de los métodos de control de la inocuidad alimentaria «a toda la cadena del proceso productivo», desde la siembra en el campo y crianza de animales, pasando por la cosecha, sacrificio, elaboración, envasado, distribución, venta y consumo del producto.
Surge así una nueva forma de abordar el problema con un enfoque global y un tratamiento integral del consumo de alimentos que va de la granja a la mesa y, también surge, la necesidad de implantar la trazabilidad o rastreabilidad de los alimentos, entendida como la capacidad de poder identificar el origen de un alimento y poder seguir la pista a lo largo de toda su vida útil.
Los sistemas de trazabilidad permiten localizar e identificar aquellos puntos de la cadena donde se produce una ruptura de la seguridad alimentaria, pudiéndose tomar de forma inmediata las medidas necesarias para restaurar los niveles de seguridad deseables y, además, permite evitar fraudes y satisfacer una de las, cada vez, más pujantes demandas del consumidor: que los alimentos sean producidos éticamente y de forma respetuosa con el medio ambiente.
DE LA GRANJA A LA MESA
